el cuenta cuentos

Ahora que todos se empeñan en contarnos sus miserias por televisión prensa y radio es hora de que vuelvan los cuenta cuentos

miércoles, 15 de junio de 2016

La Bandeja de los Campeones



Me llamo Koldo y nací el 23 de abril de 1981.

Mi padre dice que vine al mundo en el momento en que Zamora marcaba el gol más importante de nuestras vidas.  Y que él , que estaba en Gijón fue el que más fuerte gritó el gol, porque tenía doble motivo.
Me cuenta que intentó por todos los medios llamarme Jesus Mari, como el mítico Zamora, pero mi madre no le dejó.
 Mi padre me contaba esa historia siempre que me veía triste porque la Real había vuelto a perder, y mi madre asentía con la cabeza mientras peinaba mi alborotada cabellera.

Todos los días desde que tengo uso de razón desayunaba encima de aquella bandeja de la Real campeona que guardaba mi padre como el tesoro más importante que tenía. "Y un día será tuya".

Colocaba mi colacao encima de la cara de Zamora y las galletas donde la gente loca de alegría celebraba el gol más importante de nuestras vidas justo en el instante en que yo inauguraba la mía.
Mi padre me señalaba a un señor con la cara tapada, en aquella mítica bandeja, entre toda la afición desplazada a tierras asturianas y me decía que era él, y luego me contaba montones de historias increíbles sobre el viaje mas maravilloso que había hecho en su vida.  

Soy socio desde que nací gracias a mi padre. La segunda liga la viví en sus brazos. Dice que con la euforia me lanzó hacia arriba y fui manteado por aquella vieja grada sedienta de triunfos.

Con seis años me llevó a Zaragoza a ver nuestra primera final de copa, de esa sí que me acuerdo. Recuerdo ver la tanda de penaltis sólo porque mi padre preso de sus nervios se metió en el baño. No podía verlo. Cuando Arconada paró su penalti, un estallido de júbilo entre los miles de aficionados blanquiazules inauguraba mi memoria selectiva de recuerdos que jamás olvidaré. Tampoco olvidaré la cara de mi padre cuando salió del baño feliz como un niño.
Compartimos asientos en Atotxa viviendo grandes noches europeas, cada cumpleaños él me regalaba una camiseta de la Real y así fueron pasando los años sin demasiados sobresaltos. Un día tuvimos que despedirnos de Atotxa y de nuestros compañeros de batallas, almohadillas,  miserias y grandezas de nuestro equipo.

Llegó Anoeta y seguimos fieles a nuestros colores. Nos alejaron de la hierba mojada pero seguíamos acudiendo al campo. Yo con mi camiseta y el con aquella  bufanda que llevo a Gijón , testiga muda de la veracidad de sus historias.
También llegaron grandes tardes. Un día le metimos cinco al vecino y años después llegaría Vigo y la posibilidad de contar mi propia historia en otra bandeja de campeones donde desayunarían mis hijos.

Pero aquella historia no traía un final feliz. Vi a mi padre y a toda una grada llorar. Mi padre me dijo que eran lágrimas de orgullo.

Yo no lloré. Me sentía orgulloso de aquel grupo de hombres que intentaron cambiar el cuento de nuestra liga, pero sobre todo de toda esa gente que creyó que era posible.

Y llegaron las malas temporadas. La lucha por no bajar y el año del descenso. 

Aquel año viajé con mi padre a Valencia. Estábamos desahuciados pero nos negábamos a creer que nos podía pasar a nosotros, esas cosas les pasan a otros. No a los que desayunamos sobre la bandeja de campeones.

Y bajamos.

Y mi padre, que había ganado ligas, que había visto una semifinal de la Copa de Europa donde los nuestros merecieron llegar a la final, lloró. Sin consuelo.

Yo no pude más. No lo soporté. Rompí mi carnet de socio, guardé la bandeja en un armario y volví a desayunar sobre el mantel a cuadros. No hice caso a mi padre. No quise escuchar más cuentos. Me bajé del carro. Como si se pudiera.

El primer partido en segunda, mi padre fue sólo con su bufanda de Gijón. Yo me fui a dar un paseo por la ciudad para evadirme de todo. Pero mis pasos me acercaron a Anoeta. Vi a mi padre entrar con la cabeza bien alta. Había llenado mi infancia de historias de superhombres que ganaban todo y no se bajaba de aquel barco. Ni de aquel ni de ninguno.

En la jornada siguiente ocupaba mi localidad junto a mi padre. Todavía nos quedaba llorar en Vitoria, celebrar el año del centenario y que el Celta de Vigo se volviera a cruzar en nuestro camino. Pero esa vez el premio era distinto. Tocaba volver.

Había que ganar y aquella vez, por primera vez en mi vida fui sólo.

Mi padre peleaba como aquellos superhombres contra una enfermedad que se lo quería llevar antes de devolver a su equipo a su sitio. Aquella tarde me dió su bufanda de Gijón para que me diera suerte.

Doble suerte.

Aquella tarde ascendimos y nació mi hijo. Fui a contarle todas esas buenas noticias. Me estaba esperando.
Le conté que habíamos ganado y que cuando metió el primer gol Xabi Prieto, en ese preciso instante nacía su primer nieto, que por eso le habíamos puesto de nombre Xabier, y que la historia siempre se repite. Sonrió, me miró con los mismos ojos que le miraba yo de pequeño y se fué.

Y aquella tarde lloré.

No le conté que sabía que yo había nacido unas horas antes del gol de Zamora, que sabía que él no fue al partido más importante de la historia de nuestro club por verme nacer, y tampoco le conté que su nieto nació la mañana del ascenso y que yo tampoco pude ver aquel partido.

Lo que si es verdad es que la historia se repite. Hoy en dia mi hijo desayuna sobre la bandeja de campeones y todos los domingos vamos a ver a la Real, yo con la bufanda de Gijón y el de la mano con su camiseta de Xabi Prieto, y siempre que se ponga triste porque pierda la Real, le contaré la historia de que nació el mismo dia y a la misma hora que la Real ascendía a los cielos y que el señor de la cara tapada en la bandeja de campeones era su abuelo.










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